Los vi corriendo
despavoridos hacia mí; estampado en la cara un rictus de desesperación y
terror. Era una pequeña tribu apache de hombres y mujeres harapientos y despeinados,
sudando copiosamente como jabalíes correteados por despiadados cazadores. Jadeaban
y resollaban lastimosamente con los ojos vidriosos inyectados de sangre y la
espuma escurriendo por sus bocas que dejaban en claro que hacían un esfuerzo
sobrehumano en su huida. Me aposté detrás de un viejo auto tuerto de un faro y
tan deslavado como mi alma. Con morbo y temor esperé para ver al diablo que los
perseguía. Velozmente pasaron todos de largo navajeando con la suela de sus
zapatos el borde de la banqueta; mujeres, viejos y niños al final, dejando tras
de sí el aroma del esfuerzo y del trabajo. Se fueron y el diablo nunca llegó.
Era el 31 de diciembre
de 2012 y bajo un oscuro cielo sin estrellas presenciaba en mi ciudad natal la
Carrera de San Silvestre. Estoicamente era un espectador más. Había planeado
participar en la carrera pero mi familia se opuso argumentando que se trataba
de una fecha muy importante y familiar. Los tenía hartos con mi maldito hobby
de corredor; desde su punto de vista no era admisible que hasta el último día
del año siguiese corriendo. Me quedé con las ganas y me prometí que para 2013
no faltaría; haría todos los méritos necesarios para obtener permiso de correr.
El año pasó rápidamente
tal como mi sueldo se desvanece entre mis manos cada quincena y el 31 de
diciembre de 2013 llegó a nuestras poco apacibles vidas.
Luego de correr el maratón Gatorade en Monterrey a principios de
diciembre vino la calma y llevaba tres semanas prácticamente inactivo debido a
la carga de trabajo que acompaña cada cierre de año y al hecho de que me había
aburguesado, por decirlo de algún modo, durante
mis pequeñas vacaciones y me permití comer mucho y de todo. Si acaso entrené
dos o tres veces por semana y a un ritmo francamente suave.
Pasé el día de compras
con mi esposa visitando decenas de tiendas por el centro de la ciudad; perdido
y atontado entre la bulliciosa multitud navideña ansiaba llegará la noche para despedir el año
corriendo. Mis paisanos sabrían quién soy yo. El hijo prodigo estaba de vuelta.
Presurosamente y muy
guapos todos salimos de León destino a mi precioso Guanajuato para pasar el año
nuevo con mis padres y hermanos. Como buen perro fiel y obediente me merecía
una recompensa; había conseguido mi permiso.
A paso de feligrés que
va tarde a misa salí del estacionamiento público de la Alhóndiga de Granaditas
y me dirigí a una caseta de turismo que se encuentra en el cruce de la Avenida
Juárez y la Calle 5 de Mayo para inscribirme en la justa atlética. Me pareció
raro que el registro no tuviese costo. Hacía un poco de frío, no tanto como en
la semana, pero si lo suficiente como para extrañar el verano. Me di cuenta de
que mi ciudad había sido bombardeada, en el tramo del Mercado Hidalgo el
pavimento estaba desparramado mostrando las entrañas de la tierra. Toda el área
de salida era una zona de desastre.
Varios corredores que
más bien parecían pistoleros del viejo oeste preparándose para un tiroteo
embadurnaban sus piernas con olorosa pomada de eucalipto y alcanfor. Me miraron
con desprecio como si fuese un forastero y siguieron en sus menesteres. Vi dos
chicas muy bonitas entre los competidores y con discreción admire su grácil
espalda. No había mucho espacio para calentar así que me fui a la Explanada del
Castillo como antiguamente se le llamaba al edificio de La Alhóndiga. Los demás
corredores hicieron lo mismo.
El olor a hamburguesas
de los puestos de la esquina del otrora Banco Comermex inundó mis pulmones
llenando mi mente de lindos recuerdos de mi juventud cuando era un muchacho
solitario que al salir de la última función del Cine Reforma podía comer hasta
tres grasosas hamburguesas sin engordar un ápice.
El momento había llegado
y los corredores se arremolinaban desordenadamente en el punto de salido donde un
hombre indicaba hoscamente cual sería el recorrido a la vez que sin ceremonia
alguna daba el grito de arranque. No se cantó el himno nacional, no había
edecanes, todo era tan espontaneo e informal. Alcance a ver entre los
observadores a mi padre que me miró con orgullo, a mi esposa y a mis hijos. No
eran muchos los participantes pero yo estaba seguro sería de los primeros. El
tropel de bestias cabalgando salió echando fuego y llenando el aire con olor a
azufre.
Traté de ganar un buen
lugar desde el principio pero los demás eran sustancialmente más rápidos que
yo, incluso las mujeres. El adoquín húmedo era muy resbaladizo y mis tenis
nuevos marca Brooks resbalaban una y otra vez presagiando una posible caída. Al
pasar frente a la Comercial Mexicana hube de pasar sobre una alcantarilla de
listones metálicos y mi pierna estuvo a punto de ser atrapada entre sus feroces
fauces. En un abrir y cerrar de ojos apareció Tepetapa, la primer pendiente,
cortita pero empinada y tapizada de pequeños baches y coladeras. He corrido el
Cerro del Gigante, Otates, La Manzanilla entre otros pero nada se parece a
correr rampa arriba por una resbaladilla encebada y con zapatos de tacón.
La calle de Tepetapa famosa
por su puente es el camino a la antigua Estación de Ferrocarriles y también de
noche es una de las más animadas de la ciudad. Podríamos decir que se trata de
la ruta turística de cantinas de mala muerte; El Salón Chihuahua, Los
Barrilitos, Aquí me quedo, Cuatro Vientos, entre otras. Lo sé no porque las
haya frecuentado sino porque en ellas buscaba a mi padre, tíos y hermanos
cuando no llegaban a casa.
Todo lo que sube tiene
que bajar e inminentemente hube de pasar como bólido desenfrenado por Banqueta
Alta; la mojada calle estaba tan oscura como la conciencia de una adultera y
había que dar brinquitos para evitar los desniveles centimétricos de sus
losetas. El nombre de la calle se debe a que efectivamente la altura de la
banqueta es de casi 4 metros en un pequeño segmento.
Ya en Los Pastitos se
encuentra la glorieta de Rangel de Alba donde debíamos torear automóviles y
camiones ante la indiferente mirada de los oficiales de tránsito que colocados allí
para detener el tráfico lo cual obviamente no hacían, a fin de cuentas los
conductores los ignoraban.
Para ese momento la gran
mayoría de los corredores me habían rebasado y por mas que me esforzaba no
podía incrementar mi velocidad tanto por la falta de preparación como un poco
por el miedo a un resbalón. Había
decidido correr sin audífonos y la música me hacía falta. Atravesamos el Jardín
del cantador y seguimos rumbo a Pardo donde el terreno otra vez subía. Aprendí
que las coladeras de listones había que pasarlas de un solo salto así que antes
de llegar a ellas era necesario preparar una especie de salto triple para no
perder el paso. Regresamos al punto de salida y los aficionados nos vitoreaban;
alcance a oír a mi esposa gritar - ánimo Frank - pero no pude ver nada, iba como caballo con anteojeras.
Venía lo más difícil,
empinado y oscuro; la subida hasta el barrio de San Javier pasando por Dos Ríos
donde concurren los caminos a las discotheques de los 80’s; Sancho’s y Galeria’s
lugares que visitaba con mis amigos nerds cada jueves en mis tiempos de
facultad. Justo en el punto de cruce había otra disco llamada La Noria en la
cual se llevaban a cabo concursos de baile Menudo alla por 1983; mis amigos y yo
fuimos Menudos de closet; “súbete a mi moto …”
Contrariamente a lo que
me sucede en León, en la subida no rebasé a nadie y si en cambio el dolor de
caballo amenazó con cocearme el costado izquierdo. De pronto escuché un fuerte
jadeo de alguien que tras de mi venía “echando el bofe”. – No dejaré que me
alcance – me dije y traté infructuosamente de apretar el paso. El tipo no se
despegaba de mí; lo sentía como calcomanía pegado a mí. No aguanté y voltee a
verlo; no era nadie, tampoco era un espectro, una momia o la llorona. Era yo
mismo el que emitía esos sonidos y que al no traer mis audífonos pude escuchar
claramente.
El retorno estaba casi
al llegar al Castillo de Santa Cecilia y di gracias a Dios por la inversión de
sentido que me permitiría recuperarme. Nuevamente de bajada aunque no tan
pronunciada como la anterior pude sentir como mis piernas me reclamaban el tremendo
castigo al que las estaba sometiendo; me dolían los tobillos, las rodillas y
los muslos. Éramos tan pocos corredores que parecía que iba yo solo. Al llegar
a la Jefatura de Policía un estúpido agente de tránsito me gritó que me moviera
porque los autos sonando ruidosamente su claxon exigían el paso; y pensar que
yo presumo a mi ciudad como icono de cultura, respeto y amabilidad.
De nuevo pasé junto a
los puestos de hamburguesas en la salida – meta donde mi familia y os demás espectadores
echaban porras. El circuito era a dos vueltas y apenas llevaba una. Me pareció
cruel e innecesario pasar cinco veces por el mismo lugar exhibiendo mi baja
condición y mi menor nivel comparado con el de los demás participantes. – Ánimo
Frank, échale, vas muy bien – me gritó mi querida esposa.
Di la segunda vuelta en
estado zombi y solo recuerdo al bajar por banqueta Alta como brincaban erráticamente
mis órganos vitales, corazón, pulmones,
riñones, hígado, páncreas e intestinos dentro de la mochila – maleta en la que
me había convertido. La sangre subía y bajaba a toda presión por mi cuerpo
buscando una vía de escape, estaba seguro que si sufría una caída me haría
pedazos como una sandía pintando de rojo el pavimento. El ganador llegó a la
meta justo cuando yo pasaba por allí por cuarta vez; era un chico de unos 20
años veloz como un camaro que presumía su excelente carrocería.
Subí y volví a bajar entre
vapores de ácido sulfúrico y al final logré rebasar a un padre de familia gordito
y con tenis de basket ball que corría
con su hijo; al chiquillo de unos 14 años no lo pude alcanzar pero por lo menos
sentí el placer de vencer a un contrincante.
Caminé unos metros para
recuperar mi respiración y vi los rostros de los vaqueros limpiando sus revólveres
que no se dignaban a verme mucho menos a saludarme; son muy fregones, no cabe
duda. Mmm, - ya quisiera verlos en un maratón, malditos - pensé, pero enseguida
borré ese pensamiento de mi cabeza; somos paisanos y son mucho mejores que yo
hay que reconocerlo. No hay pretextos; ni la edad, ni la falta de
entrenamiento, ni el terreno; hice lo que pude.
Mi chiquita corrió a mis
brazos, me besó en la mejilla saboreando mi sudor y me dijo quedamente al oído,
- llegaste en el lugar 45 papi -. No estuvo mal, fueron 54 corredores y mi
tiempo fue de 35:03 (7K). Me pareció escuchar a lo lejos entre el tronido de
los cohetes la risa burlona de un amigo que en cada carrera lucha a brazo
partido por no ser el último.
Después me dijo un arriero
que no hay que llegar primero
pero hay que saber llegar
José Alfredo Jiménez
Canción para este día; A Partir de Mañana (Alberto Cortéz)
[sugiero escucharla casi a la media noche, por aquello de la maldita postergación]
A partir de mañana empezaré a vivir una vida más sana;
es decir, que mañana empezaré a rodar por mejores caminos
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